Había una vez en Rusia una niña llamada Marina.
Tenía el pelo castaño y los ojos grandes y verdes como dos uvas.
Vivía con su papá, su mamá y su hermana en una casa llena de libros y de música. Marina imaginaba en soledad que era hija de una monja o de un demonio.
Su mamá, Ana, era pianista, y alentaba a Marina para que se dedicara a la música.
Marina prefería leer y escribir.
Tan curiosa era Marina y con tanto asombro recorría las bibliotecas de la casa, que sus padres decidieron prohibirle los libros que no fueran para niños.
Pero ella, con la ayuda de una linterna, continuó leyendo en la oscuridad de su cuarto. Así descubrió la historia de amor entre Eugenio y Tatiana…
"Se trata de un banco en el bosque.
En el banco está sentada Tatiana.
Después llega Eugenio, pero no se sienta.
Tatiana se levanta.
Los dos se quedan parados: ella no dice nada él habla sin parar.
Después ella se va."
Marina entendió que él no la amaba y que por eso no se sentó: era Tatiana la que amaba y por eso se levantó.
Pasaron algunos años y Ana, su madre, enfermó.
Los médicos le recomendaron irse a los países del Sur.
Marina, que viajaba con su mamá, aprendió muchos idiomas con gran velocidad.
¡Qué cosas no soñaba Marina cuando hablaba esas lenguas prodigiosas!
Su cuarto se convertía en un palacio en donde se reunían todos los niños y todos los gigantes del mundo.
Antes de dormirse, Marina pedía un sueño en voz alta para ver si se cumplía. Marina sentía que en ese momento podían quitarle cualquier cosa (un libro, un caramelo, un muñequito de bronce, un pedazo de pan) y a ella no le hubiera importado --- cualquier cosa menos su voz.
Cuando volvieron a Rusia, en un lugar alejado y poblado de árboles, Ana, su madre, murió; y Marina empezó a rezar.
Marina creció y empezó a escribir sus propias poesías.
Cada persona que las leía –y no sólo su familia- se quedaban así: con la boca abierta. Cuando Marina terminó el colegio se casó con un soldado llamado Serguei y tuvieron tres hijos: Alia, Irina y Georgui.
Su país entró en guerra.
Una guerra furiosa, como todas las guerras.
Marina pensaba que en las guerras todo estaba perdido desde el principio.
Y su soldado se marchó al frente.
Marina se quedó en la ciudad con sus tres hijos. Para alimentarlos empezó a vender sus cosas.
Irina, que era la más chiquita, se murió de tristeza, de hambre y de frío.
Marina lloró lágrimas de hielo.
Hacía mucho frío en la guerra.
Marina abanondó Rusia: ya no podía soportar tanto dolor.
Marina se fue a un país donde el frío estuviera de viaje y ahí, lejos de su soldado y de su casa, siguió trabajando: escribió poemas, ensayos, cartas y diarios.
Muchas de esas cartas fueron para su mejor amigo: Boris y para un escritor alemán muy conocido que se llamaba Rainer.
Cuando la guerra terminó, Marina volvió a Rusia.
Cuando llegó le contaron que su soldado había matado a un general muy importante.
La policía vino a buscarla y ella tuvo que escaparse.
¡No podía pensar que su marido hubiera hecho algo así!
Marina lloraba y nadie le creía.
A su soldado se lo llevaron a trabajar como esclavo a un campo.
A su hija Alia también.
Durante largos meses, su soldado y su hija, tuvieron que responder preguntas y preguntas y más preguntas.
Los maltrataron. Les pegaban.
Después, su marido, el soldado Serguei fue fusilado.
Así.
Alia trabajó en ese campo hasta que se murió de cansancio.
Su amigo Boris escondió a Marina y su hijo en Yelabuga, una aldea chiquita, chiquita.
Marina pide trabajo de lavacopas en un bar.
No le contestan.
Marina no tiene un pedazo de pan.
Su hijo tiene hambre.
Marina no tiene fuego en el hogar.
Su hijo tiene frío.
Marina no tiene papel y lápiz para escribir.
Marina sigue escribiendo poemas en su cabeza.
Los nazis bombardean Rusia, otra guerra está por empezar.
Marina cierra la puerta de su casa y en silencio se cuelga del techo con la cuerda que Boris le regaló para atar una valija.
Después, su hijo abre la puerta.
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